Por Fabio R. Castillo
Al avanzar por la oscura sala matizada por la tonalidad azul de los focos y por los glaciales riffs que cantaban las guitarras, el primer impacto lo causó la proyección que cubría casi en su totalidad la pared del fondo, justo encima del escenario: Hrafnsmerki se leía claramente entre los ornamentos rituales de las culturas nórdicas que conformaban el logotipo de la banda.
La decoración era escasa y tal vez algo intencionada, mas transmitía todo lo necesario para ambientar un evento semejante, una celebración de puro pagan y black metal: en cartel, Skjult, Helgrind, Hrafnsmerki y Naströnd. El lugar parecía ser una nave de almacén abandonada: del techo no quedaba sino la carcaza y, a la altura de los hombros, una frondosa enredadera cubría las paredes laterales con un deje entre folclórico y abandonado. Dispuestos a lo largo y paralelos a los bordes unos bancos servían de asiento al público underground pues solo tal calificativo englobaba la significación de ese evento.
Al fondo, sobre un escenario algo más alto que el suelo, los músicos, con evidente hastío terminaban la prueba de sonido que demoraba su début. «Skjult no va a tocar», me dijo un amigo y lo lamenté unos segundos. De los bafles manaba el sonido, ora la batería —secuenciada, por supuesto—, ora la cuerdas bajo un susurro demoníaco que reconocí como la voz.
Lo curioso es que la entrada de la casa de la cultura de Jaimanitas, remoto lugar de difícil acceso que serviría como sede al festival, desentonaba al ciento por ciento con la atmósfera antes descrita. Lo primero que encontraría el friki al cruzar el umbral sería un mural al estilo comedor de primaria que exhibe en su centro las notas musicales dispuestas sobre una partitura en clave de sol; cerca, la frase «amo leer» sobre la silueta de un libro abierto; y, por ahí, un negro pentagrama invertido y chorreante con un crucifijo de cabeza en su centro; a juzgar por la técnica, del mismo artista. «La gruta del dinosaurio» rezaba otro cartel en las inmediaciones.
«Se rompieron dos bafles», me anunció al poco tiempo el mismo amigo mientras yo observaba un murciélago que revoloteaba frente al rotulado vikingo sobre la pared. «Madre mía», dije para mis adentros enarcando las cejas.
Cuando sonaron los primeros acordes que sacaron a Hrafnsmerki de su eterna ecualización miré al cielo y dejé que el sonido me envolviera. La penumbra en la que estaba sumido el lugar provocaba que las estrellas en el firmamento resaltaran más que de costumbre y la música transmitía un gélido clima de aurora boreal sobre la nieve recién caída —claro, que la percusión no se escuchaba—, nada más cercano a la noche de tropical de agosto que en verdad reinaba sobre la ciudad. Al solucionarse el problema del audio, encontré similitudes entre Hrafnsmerki y los suecos Wormwood. Pintados los rostros de blanco y negro, este trío habanero llevó Jaimanitas los vientos del norte y la nostalgia de los fiordos al empezar la primavera, a veces con desgarradores aullidos y a veces con graves cantos melodiosos. Y si algo negativo tuviera que opinar acerca de la presentación solo sería que se echó de menos al frontman que enamorara al público y lo acompañara en el viaje por los picos nevados de la tierra ancestral al cual invitaban las composiciones.
Un début memorable fue el de este nuevo grupo que se une a la escueta escena habanera.
La entrada de Helgrind fue un tanto más gloriosa, o más bien, menos tediosa: breves ajustes en los volúmenes y referencias y poco más. Vestidos con sus túnicas y alzando el cantante el cuerno de beber fue la profética Throne of bones and ice, de su primer lanzamiento Through the Helgrind gates, quien dió inicio a la segunda entrega de la noche. Desde el extremo más ritmado y menos melancólico del espectro pagano del metal, el quinteto con Ernesto Riol a la cabeza (y que comparte bajista con sus predecesores de nombre impronunciable) trajo consigo el furor de la batalla, la adrenalina, las espadas rotas y los escudos astillados. Tanto de conquista como de mitología que como en homenaje a J. R. R. Tolkien, las canciones de Helgrind están cargadas de energía, la misma que inundó el lugar y se filtró en las almas que, alzando las manos, coreaban y cabeceaban al ritmo de los cantos que los micrófonos se encargaban de amplificar.
Digno de mención es el momento en que, animada la audiencia y calientes los músicos, un individuo vestido con una camisa a cuadros interrumpió la presentación de Rusalka, otro hit de la banda, para darse sus cinco minutos de fama —o infamia, más bien—.
Pidiendo permiso se subió al escenario y agarró el micrófono con una mano, habló con un tono acelerado: «buenas noches, yo quería decirles un cosa y bla bla bla». Se trataba del coordinador de cultura del municipio Playa, organizador de la casa de cultura de Jaimanitas y, siempre es bueno aclararlo, trompetista. Desde el inicio del concierto había estado orbitando alrededor de la consola de sonido, los equipos de audio y el escenario en general; parecía molesto. Me dije, y no fui el único, que sin duda venía una refriega por las quejas respecto al audio, que no se podía poner el pie en la referencia o algo de la suerte, pero no. Ante la sorpresa de todos, y en disonancia con su forma de expresarse, fue una arenga lo que brotó de su boca. «Que sí, esta peña se va mantener, y esto es de Naströnd, y que sí, y que p’alante».
Las caras de todos en la banda merecían poemarios enteros.
Igualmente las de la audiencia.
Dado que me fue imposible ver la presentación de Naströnd por cuestiones de horario, transporte y salud, me marché meditabundo del lugar mientras los últimos acorded de Time to conquer ponía fin al momento de Helgrind.
«Qué difícil hacer música así», me dije, sobrecogido por una realidad con la que había chocado en varias ocasiones y que no dejaba de sorprenderme. Lejos, sin transporte, sin audio, con interrupciones, con calor y siempre con las más ácidas opiniones haciendo acto de presencia. El tema del elitismo, en otros momentos debatido, no perdió su oportunidad de brillar al anunciarse este evento, por supuesto. Al final me dije que la única razón por la cual seguimos soportando y navegando entre todos los escollos es que tenemos voluntad y una pasión tal vez tintada de un poco de masoquismo. Pero claro está, vale la pena.
Así que alzo el cuerno: que el To bring the sun down sea el inicio de un periodo fructífero para el metal extremo en Cuba, ¡skål!